Prólogo

En estos tiempos, el nacimiento de un libro de poesía resulta, por lo menos, un hecho inquietante, revelador de que alguien nos ofrenda, esforzadamente, una visión genuina de su ser unívoco, entre tanta quimera esquizoide con pretensiones de “realidad”.
Sin el propósito de rotular esta ópera prima, opino que la poesía de Sergio Bartés se cristaliza en formas depuradas, “secas”, sin seducciones floríferas ni encantamientos sonoros, que transita, preferentemente, por geografías subjetivas cuyos significados vertebran sus sentidos en el plano metafísico. En ella, tenues resplandores iluminan facetas ocultas, extrañas, que develan lo extraño en nuestro espíritu, en nuestra identidad, y nos induce a re-conocernos, aún absortos por su magnetismo estético. Aliada a la belleza, la poesía reinventa y transforma desde una ética del lenguaje. En esa óptica, importa menos lo que dice cuando más resuena en el silencio lo que suscita.
Desde figuras y ámbitos diversos, en “Poemas para el otoño” predomina la casi constante voz de una angustia existencial que, sin caer en tonos lastimeros, nos remite a lo mágico y lo paradojal, a la finitud y lo frágil de la vida. Vida imbricada en la muerte, muerte signada por el misterio, misterio reflejado en la vida, rueda espectral que gira con sus interrogantes intactos, eternos. Como dice el autor en uno de sus poemas:”Una luz / nunca se apaga por completo. /
Siempre queda un destello / debajo de la superficie, / que puede ser descubierto”. Otra luz, otras formas, otras tinieblas. La rueda gira, el hombre espera la certeza de un número, pero solo recibe el bálsamo de una palabra, de una metáfora o de un mito, que engendra un nuevo interrogante. Realidad e irrealidad, como gemelos indiferenciados juegan a diferenciarse, mas terminan en un reciproco mimetismo. La angustia, apenas moja sus labios en una ilusión, ya otro espejismo lo impulsa a saciar la sed ancestral. Pero esas búsquedas son para el poeta, en última instancia, encuentros consigo mismo. Ahí, en su creación, está él; con la conciencia estragada y el espíritu vibrante. Lejos del sujeto que representa, al margen del individuo socialmente codificado. Está su ser desnudo, auténtico, que esboza en trazos armoniosos sus obsesiones, delirios y temores, trasvasados en susurros e irónicas sonrisas; está solo en medio de las asimetrías y los absurdos del mundo, de su tiempo y de todos los tiempos.

Osvaldo J. Barbieri

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